El doctor Longwood presentó a la doctora Elizabeth Hawkins y al doctor Louis Solomon. Spurgeon notó un ligero cambio en el ambiente, y se fijó en el doctor Kender, el experto en riñones, que se había inclinado hacia delante, jugueteando nerviosamente con algo en su manaza.
- Tengo mucho gusto en que los doctores Hawkins y Solomon hayan aceptado nuestra invitación y estén ahora aquí con nosotros- dijo el doctor Longwood-. Son residentes del servicio Pediátrico, donde estaban acabando su internado al ocurrir el fallecimiento que vamos a examinar a continuación.
Adam Silverstone leyó los datos del caso de la niña de cinco años Beth-Ann Meyer, que había sufrido treinta por ciento de quemaduras en su cuerpo al ser escaldada con agua hirviendo. Después de dos injertos cutáneos en la sala de pediatría del hospital, una noche, a las tres había vomitado, atascándosele algo de comida en la garganta. Un residente de anestesia había tardado dieciséis minutos en llegar, y cuando acudió la niña había muerto.
- No hay excusa alguna que justifique la tardanza del anestesista en llegar al lugar del incidente -dijo el doctor Longwood-, pero, dígame... - los ojos fríos se fijaron en la doctora Hawkins y luego en el doctor Solomon-, ¿por qué no hicieron ustedes la traqueostomía?
- Ocurrió con gran rapidez- respondió la muchacha.
- No teníamos instrumentos adecuados- arguyó el doctor Solomon.
El doctor Kender mostró, entre el índice y el pulgar, el objeto que tenía en la mano.
- ¿Saben ustedes lo que es esto?- dijo.
El doctos Solomon carraspeó.
- Una navaja de bolsillo.
- Siempre la llevo encima- dijo el experto en riñones, sin alzar la voz-. Con ella podría abrir en canal una garganta en un tranvía.
Ninguno de los dos residentes pediátricos contestó. Spurgeon no conseguía apartar los ojos del pálido rostro de la muchacha.
"Están arrinconándoles -pensó-; lo que están diciéndoles es: Ustedes mataron a esa niña, ustedes."
El doctor Longwood miró al doctor Kender.
- Prevenible- dijo éste, a través del puro.
Al doctor Sack.
- Prevenible.
Al doctor Paul Sullivan, cirujano externo.
- Prevenible.
A la doctora Parkhurst.
- Prevenible.
Spurgeon permanecía inmóvil mientras la palabra iba rodando, como una piedra helada, en torno al perímetro de la estancia, incapaz ya de mirar a los dos residentes pediátricos.
"Dios -dijo-, que no me ocurra esto a mí."
The Death Comitee
1969 by Noah Gordon
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